Las empresas transnacionales ostentan poder económico y político, en muchas ocasiones superiores a los países en donde desarrollan sus actividades, lo que las convierte en actores con enorme capacidad de imponer sus intereses por encima de los derechos de las personas y de los pueblos que viven bajo la esfera de su influencia. Dejarlas al margen de las regulaciones sobre derechos humanos, socava la legitimidad de las estructuras que se pretendan democráticas.
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